Una de las ocasiones más esperadas en la niñez por mis amigos y yo era la fiesta del Carnaval. Pero no era una celebración común y corriente: lejos de la promiscuidad y el brillo superficial de otras regiones, las familias de Chascomús (provincia de Buenos Aires, Argentina) aprovechábamos para realizar desfiles, concursos y actos comunitarios. ¡Qué momento esperado por todos para bromear, tirarnos «bombas» de agua o sorprender a las niñas con nieve artificial!

(Photo by: Adobe Spark)
Pero había un elemento especial para nosotros, los niños: elegir el disfraz con el que participaríamos en el concurso municipal. Algunos se esmeraban y elaboraban disfraces muy originales. Otros, con menor presupuesto, compraban máscaras o «caretas». En mi caso, recuerdo un Carnaval en el que mi abuela apareció en mi casa con un regalo especial: un disfraz de Batman, el gran héroe de las historietas que yo acostumbraba leer al volver de la escuela. ¡Estaba loco de contento!
Y así, las calles se llenaban de algarabía infantil: Superman, el Increíble Hulk, Flash, El Zorro, la Mujer Maravilla, Batman y Robin. ¡No faltaba uno! Esas noches nos sentíamos superhéroes de verdad, tejiendo un mundo de fantasía y diversión. Pero una vez finalizado el evento, todo volvía a la normalidad.
Veintidós años después pienso que nosotros, los adultos, actuamos como niños en pleno Carnaval frente a las diversas circunstancias de la vida. Para decirlo de una forma más concreta: acostumbramos utilizar disfraces y máscaras para relacionarnos con el mundo que nos rodea. Y no me refiero a ser hipócritas (esto sería tema para otra ocasión), sino a la manera en que proyectamos nuestra propia imagen hacia los demás.
Un psicólogo que conozco me dijo que los seres humanos solemos tener un triple concepto interior: lo que deseamos que otros piensen de nosotros, lo que pensamos acerca de nosotros mismos y lo que sabemos que realmente somos. La falta de congruencia entre estos tres aspectos es lo que muchas veces nos conduce a emplear disfraces y máscaras, que sólo logran proyectar imágenes temporales que perjudican las relaciones interpersonales y producen frustración interna.
San Pablo escribió: «Alguna vez fui niño. Y mi modo de hablar, mi modo de entender las cosas, y mi manera de pensar eran los de un niño. Pero ahora soy una persona adulta, y todo eso lo he dejado atrás»
(1 Cor.13.11).
¡Qué gran desafío conciliar nuestro ser interior y vivir como personas libres! Por eso, abandone todo disfraz y descúbrase tal cual es. Sin dudas será una experiencia llena de turbulencias interiores, pero al mismo tiempo usted comenzará a disfrutar de la verdadera autoestima que necesita para desarrollar todo su potencial.
CRISTIAN FRANCO
© 2005 – Todos los Derechos Reservados – Se concede permiso para el reenvío mientras se conserve la integridad del texto, incluyendo su autoría.
Deja una respuesta