La verdad fundamental del cristianismo es ésta: Dios me ama y yo paso del no ser, al ser, me convierto en «alguien». Así podemos reconocer sencillamente que Dios es la verdad. La palabra viva de Dios dice «Dios es amor». Yo siempre digo que Dios es fiel a sí mismo. Él no solamente es nombre sino verbo porque la acción del amor es amar.
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga viva eterna.” (Juan 3:16)
Es bueno reconocer que el amor de Dios ha sido desde el mismo principio de la creación. La palabra viva dice en la carta a los Efesios: “Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió antes de la fundación del mundo”.

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El Apóstol Pedro lo dijo en su Primera carta: “Sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin manchas y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los tiempos postreros por amor de vosotros”.
Nosotros hemos sido objetos del amor de Dios. Vosotros que en un tiempo no erais pueblo y que ahora sois el pueblo de Dios. Tú no eras nadie, ahora eres persona. Así lo proclama Pedro a los creyentes. (1Pedro 2:10)
Yo podría decir en un acto de humildad yo no soy nada pero un nada que no se queda en nada, sino que es traspasado, fecundado por el amor creador de Dios y transformado en «todo». La humildad ante Dios nos lanza impulsados como cohete poderoso a vivir con el amor de los amores con la esperanza de los redimidos.
Ser humilde es vivir a la altura de la humildad. La palabra humildad procede de “humus”. Y humus es precisamente tierra fértil. La humildad es la condición de la tierra. La tierra está siempre ahí. Es el lugar que acoge toda clase de residuo, de desperdicios.
Está ahí silenciosa, lo acepta todo y transforma en nueva riqueza los despojos triturados en descomposición. Consigue transformar hasta la misma corrupción en fermento de vida nueva. El ser humilde no es sentirse poco menor que nadie.
Ser humilde significa, precisamente realizar en sí mismo esta condición de terreno capaz de transformar en vida aun los elementos menos agradables: rechazos, incomprensiones, sinrazones, malentendidos, reproches, etc. Digamos todos los desechos que produce el áspero contacto con los demás.
La humildad no es pasiva, sino activa, dinámica, viva porque a veces recibe herida y sangra. No está protegida con una capa de acero inoxidable. La humildad no tiene poder para hacer la piel dura o callosa. La humildad hay que ponerla junto a la vida. Está al servicio de la vida y la asegura. La humildad, no es una virtud que subsiste por sí misma. Reclama el amor. Crea el espacio al amor. Es el terreno que permite al amor manifestarse.

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Una persona humilde no es la que se limita a reconocer que no vale nada. Sino aquella en que la humildad ha excavado verdaderamente el vacío, que ha sido llenado por el amor de Dios. Y este amor se vuelca necesariamente sobre los otros.
La humildad no es vacío. Es plenitud. Mejor: es vacío repleto de Dios. Ese amor es trasparencia e incandescencia de la persona que refleja y transmite el amor de Dios. Es pobreza que se convierte en riqueza y abundancia y revierte sobre todos. No olvides que la verdad es amar. El criterio último, la comprobación decisiva de la humildad es dada por el Amor.
El humilde dice como el viejo David: “Unges mi cabeza con aceite; mi copa está rebosando. Ciertamente el bien y la misericordia me guiarán todos los días de mi vida.” Solo el que rebosa de la misericordia y camina por la vida diciendo: “Me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre” (Dios es Amor). Su vida rebosa de amor. Se proclama el amor a Dios y la humildad se vive en la gracia del amor de Dios.
RECUERDA QUE TÚ ERES PORQUE DIOS TE AMA. Eres el objeto de su Amor. Si crees esta verdad deja que su amor inunde todo tu ser. Y tendrás la firmeza de David: “Aunque ande en valle de sombra de muerte, No temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo”. (Salmo 23)
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