Durante mi participación en el V Encuentro de Mujeres Latinas en Washington, D.C. compartí un panel con otras tres mujeres que ofrecieron su testimonio de cómo habían logrado superar barreras para abrirse paso en este país. Todas ellas presentaron historias conmovedoras dignas de ser plasmadas en un libro. Sin embargo, la que más me impactó fue la de una hermosa joven que con manos y voz temblorosa y lágrimas en sus ojos contaba su historia.
Esta joven había logrado superarse en términos profesionales, pero era evidente que no había podido superar el dolor del desprecio de su familia y de su iglesia por el hecho de ser lesbiana. Contaba que cuando más feliz estaba sirviendo en la iglesia, al descubrir su secreto la rechazaron. Su padre al enterarse no volvió a dirigirle la palabra y ella a muy temprana edad se marchó de la ciudad para abrirse paso en lugares extraños donde los que una vez fueron desconocidos le abrieron sus brazos y su corazón.
El testimonio de aquella chica me conmovió tanto que no pude tomar mi parte sin antes darle un abrazo y decirle al oído: “busca una iglesia donde seas aceptada”. Me hizo recordar a uno de mis mejores amigos que conocí desde mi niñez. ¡Fueron tantas las veces que enjugué sus lágrimas en su lucha por dejar su atracción hacia los hombres. Había sido violado de niño y esa cicatriz lo había marcado para siempre. Lo amé como si hubiese sido mi hermano de sangre. Nunca lo juzgué, pero sí le mostré en la Palabra cuánto Dios le amaba. Mi amor por él fue incondicional.
Pasaron muchos años de aquellos encuentros donde semanalmente le hablaba de Dios pues me había mudado a otro país. Cuando murió de un infarto, acudí a su funeral y su madre me contó con una mezcla de pesar y alegría, «Quiero que sepas que dos semanas antes de morir me había dicho que quería pasar unos días con ustedes porque él quería dar testimonio, a tu lado, en tu iglesia». Nunca pude conocer de sus propios labios sobre su encuentro con Dios. Pero estoy convencida que la semilla de amor que sembré en él dio su fruto en el momento que Dios así lo dispuso.
Debo confesarles que en un momento de mi vida posiblemente yo hubiera formado parte de ese despido. Porque seamos honestos, son muchos los que se jactan de ser cristianos pero solo aceptan a quienes piensan como ellos. Hay una línea muy fina entre lo que es guardar la Palabra y volvernos fariseos peores que los que apedrearon a la mujer adúltera. Y por favor, no me mal interpreten. No se trata de “aplaudir” el pecado sino de tratar como cristianos de llegar a la estatura de Jesús.
Si bien es cierto que la Biblia nos habla del pecado, también es cierto que Dios es misericordioso y su amor es inmensurable. Yo he servido (y sirvo) como líder en una iglesia cristiana desde hace más de 30 años, y les puedo asegurar que desde que el tema de los gays comenzó a ventilarse abiertamente, comencé a educarme en el tema a nivel sicológico y a profundizar en las Escrituras para encontrar la manera correcta —como cristiana— de afrontar esta avalancha.
He comprendido que el Jesús a quien yo le sirvo compartió con ladrones, con enfermos, con adúlteras, religiosos y toda clase de gente. A todas ellas amó. Su amor incondicional transformó vidas y continúa transformándolas. En otras palabras, no actuó como muchos de nosotros que decimos amar, pero solo amamos a quienes se comportan y piensan como nosotros. El amor de nosotros es condicional, pero el de Dios es incondicional.
Jesús nos dio un mandato de predicar el Evangelio, pero he visto con mucho dolor y tristeza una actitud de la Iglesia muy contradictoria al mensaje que Jesús nos predicó.
Me pregunto: ¿Cómo vamos a poder transformar vidas si somos incapaces de amar a pesar de…? ¿Cómo se puede transformar una vida que es rechazada?
La definición del amor que Dios espera de nosotros es muy diferente al que los cristianos muchas veces mostramos. El mundo está hambriento de ese amor puro que Él nos enseñó. Si nosotros somos “sus embajadores” aquí en la Tierra, no tenemos derecho a simplemente ignorar y seguir andando. Tampoco tenemos el derecho de sentirnos superiores a otros por el hecho de que nuestro pecado no sea tan evidente y se mantenga escondido tras nuestro “manto religioso”. Nuestra responsabilidad como embajadores de Cristo es caminar por el fango con el pecador, tomarle de la mano y levantarlo para abrazarlo, escucharlo y poder ayudarlo. A fin de cuentas, todos somos imperfectos y necesitamos más abrazos y menos discursos para poder sanar nuestras propias heridas. Nuestra responsabilidad no es cambiar a nadie. Nuestra responsabilidad es simplemente sembrar la semilla de amor como Jesús lo hizo, porque cambiar una vida es un asunto del Espíritu Santo, no nuestro.
Gracias por tus palabras Paola. Este es un tema muy sensitivo que lamentablemente todavía hay muchos cristianos no entienden cómo manejarlo. Sentí en mi corazón hacerlo de esta manera pues mi deber es expresar lo que siento en mi corazón de acuerdo a lo que he aprendido de las enseñanzas de Jesús, pero con todo el respeto por aquellos que piensen diferente a mí.
Gracias, nuevamente Paola.
Atte.
Aradi
Excelente reflexión muchos no lo vemos desde ese punto de vista gracias por compartir esto con nosotros DIOS TE BENDIGA.