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por Rafael Pérez

Prósperos, pero mendigos

Muchos de los «grandes» de este mundo: tienen acceso a formas de placer que están muy lejos del alcance de la mayoría de los hombres, pero no se encuentran más satisfechos que aquellos. Si se tomara en cuenta las posesiones de cada uno, los otros serían pobres, pero ellos proporcionalmente serían indigentes, aún con los bolsillos llenos. Si su meta es encontrar el placer de la posesión de bienes, Dios se los concede, si anhelan ser reconocidos, les permite ser famosos, si su anhelo es el poder, los engrandece, pero al final del día querrán no solamente tener eso, sino encontrar en eso satisfacción, y no podrán.

Prósperos, pero mendigos

(Photo by: AdobeSpark)

Ese fue el dilema de Salomón: cuando tuvo los deseos de su corazón vio que su vida no era muy distinta a la de la media de los hombres: era sabio, pero correría el mismo destino del necio; la obra de sus manos tampoco sería trascendente, por eso exclamó que «todo era vanidad y aflicción de espíritu, y sin provecho debajo del sol».

Los judíos que habían venido del exilio fueron providencialmente enriquecidos por Dios antes de salir de Persia, pero al poseer tal riqueza, olvidaron la fuente y se dedicaron a atender sus propios asuntos. La reprensión de Dios vino a ellos de diferentes maneras, pero una que comúnmente se pasa por alto es la siguiente: falta de disfrute: se esforzaban por sembrar, pero recogían poco fruto; comían y bebían, pero seguían con hambre y con sed; podían vestirse, pero seguían teniendo frío, y quienes trabajaban para otros encontraban como si su paga viniera en una bolsa rota, pues nunca era suficiente. La paradoja es la siguiente: tenían tierras, dinero, comida y casas artesonadas, su problema no era la carencia, sino la falta de satisfacción, a pesar de su abundancia de recursos materiales. En ese mismo punto se encontraba el autor de Eclesiastés (tristemente prosperado).

Engrandecí mis obras, edifiqué para mí casas, planté para mí viñas; me hice huertos y jardines, y planté en ellos árboles de todo fruto. Me hice estanques de aguas, para regar de ellos el bosque donde crecían los árboles. Compré siervos y siervas, y tuve siervos nacidos en casa; también tuve posesión grande de vacas y de ovejas, más que todos los que fueron antes de mí en Jerusalén. Me amontoné también plata y oro, y tesoros preciados de reyes y de provincias; me hice de cantores y cantoras, de los deleites de los hijos de los hombres, y de toda clase de instrumentos de música. Y fui engrandecido y aumentado más que todos los que fueron antes de mí en Jerusalén; a más de esto, conservé conmigo mi sabiduría. No negué a mis ojos ninguna cosa que desearan, ni aparté mi corazón de placer alguno, porque mi corazón gozó de todo mi trabajo; y esta fue mi parte de toda mi faena. Miré yo luego todas las obras que habían hecho mis manos, y el trabajo que tomé para hacerlas; y he aquí, todo era vanidad y aflicción de espíritu, y sin provecho debajo del sol.

La reprensión de Dios para Israel fue la misma que recibió Salomón y la misma que están recibiendo todos los hombres que buscan su satisfacción en los recursos de Dios, pero sin Dios: posiblemente le serán concedidos los deseos de su corazón, pero no el deseo más ardiente. Dios lo hace así para que quizás lleguen a reconocer que «la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee». Algunos son aún más necios que Salomón y dicen que quisieran probar ellos mismos si es verdad que esas cosas —dinero, poder, fama— no producen una satisfacción permanente, sin considerar el peligro que corremos al entregarnos a esa búsqueda superficial. Hay hasta un chiste al respecto de que el dinero [o la fama, o el poder, o el placer] realmente no produce la verdadera felicidad, sino solamente una réplica falsificada, pero que lo hace tan bien que hay que ser un experto para notar la diferencia». Los creyentes lo sabemos por fe y en consecuencia actuamos, buscamos primero nuestro deleite en Dios, aún con las manos vacías, y luego administramos como mayordomos cualquiera de los medios que él ponga en nuestras manos. Sabemos que nuestro padre es el dueño de todas las cosas y que podría, según su voluntad, concedernos las peticiones de nuestro corazón, pero no hay ninguna de esas peticiones que sea para nosotros más importantes que Él. Y cuando alguna comienza a pretender su lugar, entonces actuamos intencionalmente para evitar que lo logre, pues estamos en camino a volver a estar insatisfechos.

Es posible prosperar fuera de Dios (edificar un patrimonio, una carrera exitosa, tener el reconocimiento de los hombres) pero para disfrutar esas cosas —no solamente tenerlas—, Dios tiene que estar presente, en el primer lugar de nuestra vida, pues Él es el dueño de las cosas que administramos y por su voluntad las tenemos, pero también Él creó nuestro corazón, y solamente Él tiene la capacidad para dar verdadera satisfacción a nuestra alma; sin Él, todo es absurdo.
Pues así ha dicho Jehová de los ejércitos: meditad bien sobre vuestros caminos. Sembráis mucho, y recogéis poco; coméis, y no os saciáis; bebéis, y no quedáis satisfechos; os vestís, y no os calentáis; y el que trabaja a jornal recibe su jornal en saco roto. Hageo 1:5, 6.  «Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón estará siempre inquieto, hasta que descanse en ti». Agustín de Hipona

Deléitate asimismo en Jehová, y él te concederá las peticiones de tu corazón. Salmos 37:4

Archivado en:Vida espiritual Etiquetado con:Biblia, cristiano, dinero, prosperidad

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Acerca de Rafael Pérez

Rafael Pérez, es un destacado escritor y pastor de la Iglesia Comunidad Cristiana Pez Mundial en Santo Domingo, República Dominicana. Tiene una amplia experiencia como consultor de empresas en el área de nuevos medios. Ha sido profesor en varias congregaciones de Santo Domingo. Contáctese por: | Facebook | Blog de su Iglesia Pez Mundial | Google+ | Twitter | SlideShare | Pinterest | YouTube

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