En el Nuevo Testamento hay varias palabras griegas que se traducen como “poder”, “autoridad” o “potestad”. Entre estas, hay dos que se destacan sobre las demás. La primera se relaciona con el poder o la capacidad para hacer algo; y la segunda describe el poder o la autoridad delegada en una persona para que pueda desempeñar un puesto o cumplir una misión.

(Photo by: Adobe Spark)
La primera palabra es “dynamis”. Si les parece conocida es porque es la raíz de varios vocablos castellanos, tales como “dinamo” y “dinamita”. Esta palabra, que aparece unas 118 veces en el Nuevo Testamento, describe la capacidad para hacer algo, es decir, para llevar a cabo una tarea, ya sea en el campo físico, político o espiritual.
Este tipo de poder proviene de una fuente. En este caso, la fuente del poder es el Dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra (Gn. 1-2). Textos tales como Lucas 1:37 y Marcos 10:27 afirman que para Dios todo es posible. Y Dios muestra su poder haciendo milagros y prodigios en nuestro medio; como también demuestra su poder cuidando a su pueblo del mal.
Jesús es quien revela y nos da acceso al poder de Dios. Es el mediador entre Dios y la humanidad (1 Tim. 2:4) en cuyo nombre hay poder para salvación (Hch. 4:12). De acuerdo a Lucas 4:14, Jesús actuaba “en el poder del Espíritu”, lo que quiere decir que en él habitaba el poder de Dios. Recordemos que el Espíritu Santo es la plena manifestación de Dios en nuestros medios. Por lo tanto, actuar “en el poder del Espíritu” es actuar con el respaldo divino.
De acuerdo a Romanos 15:13 y 19, las personas que hemos aceptado y creído el mensaje del Evangelio también podemos vivir “en el poder del Espíritu Santo”. Esto quiere decir que el creyente, en sí mismo, no tiene poder. Si tenemos alguna autoridad, es porque Dios nos da acceso a su poder.
Para decirlo con mayor claridad, los creyentes no podemos salvar, ni transformar ni sanar a nadie. Empero, Dios salva, Dios transforma y Dios sana. Ustedes y yo podemos ser instrumentos o colaboradores de Dios en la misión de salvar a la humanidad perdida. Pero debe quedar claro que, como escribiera el Apóstol Pablo a los Corintios, la excelencia del poder es de Dios, no es nuestra (2 Co. 4:7).
La segunda palabra relacionada a la teología bíblica sobre el poder es “exousía”. Esta palabra se traduce comúnmente como “autoridad”, dado que se emplea para describir el poder que ha sido delegado a una persona en virtud del puesto que ocupa o de la misión que ha de desempeñar.
El vocablo griego “exousía” aparece en el Nuevo Testamento unas 108 veces. Al igual que ocurre con el vocablo anterior, se emplea principalmente para hablar de la autoridad de Jesús, en virtud de su rol como salvador de la humanidad y de su misión salvífica.
Una vez más, el Dios padre es la fuente de toda autoridad. Es el rey cósmico que ha de juzgar a vivos y a muertos. El Dios Creador tiene la autoridad para juzgar, para destruir y para reconstruir el orden creado.
Esto nos lleva a un punto controversial: el ser humano no es autónomo, sino que siempre está bajo una autoridad espiritual. Dios creó a la humanidad para que viviera feliz en el mundo creado para ella. Sin embargo, el hombre se rebeló contra la autoridad divina (Gn. 3), pensando alcanzar una total autonomía espiritual. Empero, esta rebelión le dejó abierto a la influencia de las fuerzas espirituales negativas; entidades malignas que buscan destruir a la humanidad.
Para decirlo con toda claridad, los seres humanos siempre hemos de servirle a alguien. Usted puede servirle al Dios de la Vida o a las fuerzas de la muerte, pero usted va a servirle a alguna potencia espiritual.
Esto explica la misión de Jesús, quien vino al mundo a proclamar la buena noticia de la salvación. Jesús predicaba que Dios se ha acercado a la humanidad para salvarla, para edificarla y para bendecirla. Jesús invitaba a la humanidad, pues, a colocarse bajo la autoridad del reino de Dios.
Los creyentes nos hemos sometido voluntariamente a la autoridad del Dios revelado por Jesús de Nazaret, lo que nos da acceso al poder del Espíritu Santo. Al aceptar el mensaje cristiano, aceptamos el señorío de Jesucristo sobre nuestras vidas. Esto nos permite pasar a formar parte del cuerpo de Cristo, cuerpo que comparte la misión del Hijo.
Esto se ve con toda claridad en 2 Corintios 5:17 al 20, que dicen:
De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; todas son hechas nuevas. Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación: Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación. Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogara por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios.
Una vez más, encontramos que Dios es quien delega en el creyente la autoridad espiritual necesaria para cumplir con la misión de anunciar las buenas nuevas de salvación.
En fin, cuando la Iglesia habla sobre la plenitud del poder del Espíritu Santo, está hablando de habilidad, de la capacidad y de la autoridad que Dios le da a su pueblo para vivir en su mundo y para colaborar en la misión de proclamar la buena noticia de la salvación.
Queda claro que el poder no es nuestro; el poder es de Dios. Empero, podemos acceder a ese poder por medio de la obra de Cristo, quien abrió un camino nuevo y vivo (Heb. 10:20) por medio de su sacrificio en la cruz.
______________
Bibliografía
Coenen, Lothar, Erich Beyreuther & Hans Bietenhard, editores. S.v. “Poder”, pp. 385-399. Diccionario teológico del Nuevo Testamento, Vol. III. Salamanca: Editorial Sígueme, 1980.
Lacan, Marc-François. “Poder”. En Vocabulario de teología bíblica, editado por Xavier Léon-Dufour. Barcelona: Biblioteca Herder, 1985, pp. 701-706.
Deja una respuesta