“Pues ustedes han vuelto a nacer, y esta vez no de padres humanos y mortal, sino de la palabra de Dios, que es viva y permanente… Y la palabra del Señor, permanece para siempre.” (1Pedro 2:23-25)
Una joven pareja salen a dar un paseo a un parque público de la cuidad con su hijita de cinco años de nombre Mía. Mientras camina la niñita se adelanta un poco al ver a un vendedor de globos de colores que va dejando soltar algunos globos para llamar la atención de sus ventas. La curiosidad de la niña con cierta picardía la lleva a hacerle una pregunta al vendedor: ¿Por qué usted suelta globos al aire de distintos colores y no suelta globos de color negro? El vendedor se le queda mirando a la niña con una sonrisa pensativa y le contesta: “Lo que hace volar a los globos de colores no está en los colores de afuera sino lo que llevan adentro del globo”.
Esta contestación del vendedor de globo a la niña en el parque público, me puso a pensar en los cristianos a los cuales el apóstol Pedro les dirige su primera carta. El apóstol, tenía una gran preocupación por los cristianos en Asia y demás provincias del Imperio, debido a las asechanzas de las persecuciones por los romanos en las provincias del Imperio Romano. Esta carta fue escrita cuatro años antes la gran persecución del Emperador Nerón en la década del sesenta de la Era Cristiana. Época donde los cristianos morían en la boca de los leones en los circos romanos.

(Photo by: Unplash)
En esta Carta el apóstol Pedro, exhorta aquellos hermanos cristianos diciéndole:
“Como hijos obedientes, no vivan conforme a los deseos que tenían antes de conocer a Dios. Al contrario, vivan de una manera completamente santa, porque Dios que los llamó, es santo; pues la Escritura dice: “Sean santos, porque yo soy santo.” (1Pedro 1: 14, 15,16)
Además de estas palabras tan sinceras y tanto amor identificado con el sufrimiento humano de los mártires, él los confronta con la gran verdad de la historia. Cristo había sido destinado para esto antes de que el mundo fuera creado, pero en estos tiempos últimos ha aparecido para bien de ustedes. Por medio de Cristo, ustedes creen en Dios, el cual lo resucitó y lo glorificó: Así que ustedes han puesto su fe y su esperanza en Dios. Ahora ustedes, al obedecer el mensaje de la verdad, se han purificado para amar sinceramente a los hermanos. Así que deben amarse los unos a los otros con corazón puro y todas sus fuerzas. Pues ustedes han vuelto a nacer, y esta vez no de padres humanos y mortales, sino de la palabra de Dios que es viva y permanente.
¡Qué palabra viva y verdadera es esta que trasciende la historia para producir fe en Dios en nuestro momento! Hoy corremos, cada vez más de prisa. Velocidad de vertibilidad atolondrada, ritmos frenéticos. La máquina del mundo, bajo el impulso “del progreso” ha entrado en un pendiente peligroso. No tenemos por oficio correr detrás del mundo. Alguien tiene que detenerlo. ¿A dónde vamos a llegar? No es cuestión de correr, sino de crecer.
El verdadero progreso no consiste en caminar más de prisa, sino en un desarrollo armónico del ser. Somos espíritu, mente y cuerpo en necesidad de transformación, renovación interior. ¡Caramba! ¿A dónde fueron a parar nuestras exigencias profundas? A fuerza de correr no podemos pararnos. ¿Es que no podemos darnos cuenta de la presencia del otro? ¿Es que no somos capaces de conocernos y reconocernos? Hemos perdido los valores gratuitos como el recogimiento, la reflexión y hasta el verdadero sentido de nuestra identidad. ¿Es que nos hemos convertido en seres disminuidos? Tenemos que decirnos que el crecimiento tecnológico es útil si va acompañado al progreso de la conciencia. En la carrera atolondrada hemos perdido el sentido de dirección y el significado de la carrera.
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