Hace cuestión de cuatro semanas mi barrio se conmovió por un hecho delictivo bastante serio. Una empresa dedicada al transporte de pasajeros fue víctima de la creciente delincuencia que azota a mi ciudad. Dos adolescentes llegaron por la madrugada y asaltaron a los empleados que cumplían el turno de la noche. Pero el momento más dramático se vivió cuando uno de los jóvenes (que estaba bajo los efectos de la cocaína) disparó su arma de fuego contra una de las personas del lugar.
De inmediato los rateros se escaparon, llevándose un vehículo, unos pocos pesos y dejando como saldo un hombre seriamente herido.
Ante la tardanza de la ambulancia, y en vistas de la agonía de la persona baleada, los compañeros de trabajo decidieron trasladarla con un automóvil particular al hospital más cercano, en donde los médicos lograron salvarle la vida de forma casi milagrosa.
Pocos días después de concluido el período de internación, me acerqué para conversar con el hombre baleado y escuchar la historia desde su propio punto de vista. Frente a mi pregunta sobre qué sintió cuando recibió el disparo, contestó: – «Al principio no me di cuenta, pero un instante después comencé a sentir un frío muy intenso, y experimenté una profunda y triste soledad interior».

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¿No es cierto que muchas veces nos sentimos muy solos? Y no me refiero a la clase de soledad que experimentó este caballero frente al umbral de la muerte, sino a la extraña sensación de vacío y abandono que nos aqueja frecuentemente a pesar de vivir en ciudades cada vez más populosas y tecnificadas.
La Biblia dice: «Dios mío, yo estuve muy afligido; me sentí muy amargado. He sido muy testarudo; me he portado mal contigo. Pero a pesar de todo, siempre he estado contigo; tu poder me mantiene con vida, y tus consejos me dirigen. ¿A quién tengo en el cielo? ¡A nadie más que a ti! Contigo a mi lado, nada me falta en este mundo. Yo estaré cerca de ti, que es lo que más me gusta. Tú eres mi Dios y mi dueño, en ti encuentro protección; ¡por eso quiero contar todo lo que has hecho!» (Salmo 73).
La triste realidad es que muchas veces podemos estar rodeados de una multitud y al mismo tiempo sentirnos absolutamente abandonados, incomprendidos y rechazados. La verdadera satisfacción interior, pues, comienza a hacerse realidad cuando decidimos sobreponernos a la soledad y permitimos que la Presencia Divina satisfaga los anhelos más íntimos de nuestro ser. Créame; se lo digo por experiencia propia: ¡usted jamás volverá a sentirse solo!
(autor desconocido)
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