Un hombre ciego acostumbraba todos los días a pedir limosna en la entrada de un centro comercial. Curiosamente a su lado tenía una lámpara de aceite que encendía cuando caía la tarde.
Al preguntarle por qué encendía aquella lámpara si él no podía ver, respondió de inmediato: «Enciendo la lámpara no para mí, sino para que la gente me pueda ver».

(Photo by: Unplash)
De seguro nosotros no estamos ciegos ni sordos al llamado de Dios. El Señor ha quitado la venda de nuestros ojos y las ataduras de nuestros pies y manos de la misma forma que las removió en la vida de Lázaro cuando lo sacó de la tumba.
Tenemos que tener nuestra lámpara encendida para que la gente pueda ver en quién hemos creído. Es necesario que la gente vea que nos amamos unos a otros. Que nos procuramos, no para atacar y juzgar con preceptos religiosos que solo ahogan el espíritu evangélico, sino para brindar un corazón que ha despertado para compartir la amistad de Dios.
La amistad es la fuerza silenciosa de tus obras. Si los buscadores de Dios (los religiosos) no descubren la virtud de la amistad, entonces el Evangelio en vez de ser manifestación de Dios en la vida del creyente, sería mas bien una burla, ya que si no hay amistad en el creyente, no hay poder ni testimonio evangélico.
Dios en esencia, es amigo. Un Dios que supo llorar ante la tumba de un amigo; Lázaro, y nos llama sobre toda cosa a hacer amigos, a construir la vida con la fuerza de la amistad.
La amistad es algo que se gestiona, que demanda que tomemos la iniciativa. Hay que sacarla del amor con que Dios nos ha amado. Dejar atrás el «amigo secreto», y hacerla presente en el «amigo encontrado».
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