Y creyó a Jehová y le fue contado por justicia. (Génesis 15:6)
En la novela La víspera del hombre, el dramaturgo y escritor puertorriqueño René Marqués, nos entrega una escena profunda de un personaje particular de nombre Pirulo. Pirulo es un muchacho de pueblo adentro cercano a las cordilleras centrales de la Isla de Puerto Rico. Era un muchacho criado en el campo, en su barrio, rodeado de casas pobres y fincas abandonadas. Pirulo huele a maleza y solo conoce del sonido de los pájaros, y del agua de quebradas cuando choca con las piedras.

(Photo by: Unplash)
Un día Pirulo decide abandonar su casa y se lanza a caminar monte arriba hasta llegar a la cima de la cordillera central, donde están los montes altos de la isla. Es allí donde nuestro personaje, se enfrentará a una experiencia que ha de marcarle la vida como surco que marca la tierra.
Pirulo descubre el mar al mirar desde la cúspide de las montañas. Él nunca había visto el mar y cuando lo ve por primera vez, el sentido del estupor, de admiración lo dejó estupefacto, deslumbrado y paralizado. Una experiencia de sobrecogimiento en todo su ser. Se quedó con los ojos y con la boca abiertas sin pronunciar palabras, ante las maravillas de la eternidad del océano que veía delante de sí. Pirulo se transformó pues después de aquella experiencia de plenitud, fue otro. Porque como dice el escritor, hoy es víspera, hombre será mañana.
Pirulo me recuerda a Abraham, el Padre de la fe. No solo se deslumbra ante la mística experiencia de eternidad que vive al ver lo que nunca había visto, el mar azul; sino que adquiere la capacidad de ver más allá de su insularismo, ampliando su visión hacia un mundo que se extiende más allá de su isla hermosa. Es que cuando uno aprende, recibe como esponja las riquezas del misterio tremendo que viene del exterior. Nuestro pecho se ensancha y exclama las notas de suspiros que como las olas se deslizan en las arenas serenas en las orillas del mar.
Abraham, el Padre de la fe, sube con su niño en mano las cuestas del Monte de Moriat, con su hijo único recibido como regalo de Dios a los noventa (90) años, de su esposa estéril, Sara. Aquel Dios misericordioso, amor eterno, reclama al niño en holocausto, como ofrenda viva a su nombre. El Altísimo, le dirá al Padre de aquel niño en mano: Toma ahora a tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriat, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré. (Gen.222)
Abraham le obedeció y muy de temprano salió con sus siervos e hijo para ofrecerlo en holocausto. El niño ya en el monte le dice a su padre: He aquí el fuego y la leña, mas ¿dónde está el cordero para el holocausto? Y respondió Abrahan: Dios proveerá de cordero para el hocausto, hijo mío. E iban juntos.(Gn.22:8)
Yo entiendo que este cuadro dramático es la expresión más evidente de la obediencia o la más alta expresión de la Fe. Abraham creyó en el amor de los amores, dispuesto a tomar los riesgos, pero Dios le respondió a su siervo y le dijo: No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada; porque yo conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, único.(Gn.22:11)
Aquel monte, aquella obediencia, aquella fe y aquel acto divino fue el más grande símbolo de la entrega y la llegada de Dios, no solo para Abraham, sino para toda la humanidad sea judío o extranjero. Este símbolo nació allí mismo. Llamó Abraham el nombre de aquel lugar, Jehová proveerá. Por tanto se dice hoy: En el Monte de Dios será provisto. (Gn 14-15) Y dijo: Por mí mismo he jurado, dice Jehová, por cuanto has hecho esto, y no has rehusado tu hijo, tu único hijo; de cierto te bendeciré, y multiplicaré tu descendencia como las estrellas en los cielos y como la arena que esta a la orilla del mar…… por cuanto obedecieron mi voz.
Y creyó a Jehová y le fue contado por justicia. (Gn.15:6)
Cuando nos acercamos a la Biblia decimos que su gran valor es narrarnos la historia de la salvación. Busca decirnos como Dios extiende sus brazos y se acerca para que nosotros avivemos la fe. Dios se acerca a nosotros en Jesucristo para despertar en nosotros el creer. Por esa fe, creemos que en su muerte en la cruz, nuestros pecados mueren y en Su resurreción, nacemos a nueva vida con Él. Ahora somos hacedores de la fe, que Dios despertó en Jesucristo, cuando dejando su gloria con el padre nos deslumbró en el monte de Sión.
Es por eso que nuestro llamado de Dios es que vivamos siempre a la altura de nuestro llamado en la gracia.
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