«Hay tres imágenes en mi mente que debo continuamente olvidar y remplazar por otras mejores: la falsa imagen de Dios, la falsa imagen de mi prójimo, y la falsa imagen de mí mismo». Esto le escribió C. S. Lewis a su futura esposa, Joy Gresham, cuando aún no nacía entre ellos ese romance que les regaló tres años de dicha.
C. S. Lewis, uno de mis mentores, héroes y amigos (a través de sus libros), comparte en «Una Pena Observada» cómo estas palabras resultaron proféticas cuando Joymurió. ¿Por qué Dios le había obsequiado tres años de intensa felicidad para luego arrebatársela por medio del cáncer?
Lewis concluye que Dios es el más grande destructor de ídolos y falsas imágenes, sobre todo cuando se trata de la propia. Es decir, llega un punto en que creemos entender a Dios; que suponemos que ya sabemos de qué se trata la vida; que nos engañamos al pensar que controlamos nuestro destino.
Entonces aparece Dios para destruir la imagen y quebrar el cristal, pues corremos el peligro de terminar adorando esa imagen creada por nosotros mismos, y no al Dios verdadero. ¿Duele? Pregúntenle a Lewis. Pero cada vez que Dios rompe nuestros ídolos, nos acercamos más a Él.
De cualquier modo, si resulta imposible conocer a otra persona (aún a aquellos que viven en nuestra misma casa), ¿cómo pretendemos abarcar a un Dios infinito en nuestras finitas mentes? Si aún el cónyuge o el padre, el hijo o el hermano, nos sorprende con pensamientos y actitudes, ¿será posible penetrar la mente del Creador del universo? No lo creo.
Afortunadamente, Él se encarga de romper y quebrar esas imágenes distorsionadas. Tristemente, para nosotros, Dios lo logra a través del sufrimiento. Pero supongo que somos tan tercos que no entenderíamos de ninguna otra manera.
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