Un libro que trata el tema del divorcio con un estilo personal e invita a sus lectores a adoptar hacia los divorciados una actitud de comprensión y coherencia con la gracia de Dios. He aquí una pequeña reseña.
Su lámpara no se apaga de noche…
– ¡Mami! ¡Mami! ¡Tengo miedo! Tuve un sueño donde la culebra me iba a comer y ya no logro dormir. Todavía veo la culebra cuando cierro los ojos.
Raquel subió a mi cama y, temblando, se metió bajos las cobijas. Abracé la niña y la hablé bajito, suspirando adentro por más una interrupción del sueño. Pero, así son los niños… dormir toda la moche es lujo de joven, no de madre.
– Mami, quiero orar. Así podré dejar de temblar.
Oré con Raquel, pidiendo a Dios que la sacara el miedo y le restaura un sueño tranquilo. Mal dice amén cuando ella empezó su oración, simple y pura. Cuando terminó, me dijo:
-Todavía me acuerdo de la culebra, pero ya puedo dormir sin miedo. Quédate conmigo hasta que vuelva a dormir. Agarrada de mi mano, se dio vuelta y en pocos minutos se durmió en mi cama. Me quedé espantada con su sencillez y su solución rápida. Pero, esto era lo que le había enseñado: que Dios era el «padre de la familia» y que la solución de nuestros problemas dependía de él.
De hecho, esto había sido una de las grandes ganancias de mi separación: poder criar a mi hija de cuatro años en los caminos del Señor. Formábamos una familia: Dios era el marido, el Padre, y en él nos recostábamos cuando estábamos afligidas. Bajo sus alas buscábamos refugio y abrigo.
Mientras mi hija dormía en mis brazos, me puso a pensar un buen rato. Llegué a la conclusión que el inventor de la cama matrimonial no imaginaba el bien que había hecho a las madres. En pocos minutos más llevaría a Raquel a su cama, donde siempre dormía. Pero como era cómodo tener una cama donde cupiésemos, con nuestros sueños y oraciones.
A veces, yo me adormecía antes de haberla llevado a su dormitorio. Por la mañana, me miraba con ojo de <malandra>, y me decía:
– Dormí aquí, ¿no?
Y yo me reía, intentando hacer cara de brava.
– Sí, pero esta no es tu cama.
– Sí, ya sé, pero tuve tanto miedo que me vine para acá.
– Pero no se haga costumbre…
Yo bien sabía que la escena se repetiría, pero lo importante era que mi hija supiera en donde encontrarme cuando me necesitaba. En efecto, lo importante era que mi lámpara no se apagara en la noche.
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