Nuestro tiempo actual es el escenario de diversos sentimientos que pretenden asumir el protagonismo de la vida cotidiana. La nostalgia se entremezcla con la búsqueda del placer inmediato, al tiempo que soñamos por encontrar el camino hacia el éxito asegurado. Y esto ocurre en diferentes países, en distintas clases sociales y en variadas circunstancias.

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Recuerdo la charla que en cierta ocasión mantuve con mi amigo Carlos Kily, de la Ciudad de Neuquen (Argentina). Él y su familia me hospedaron muchas veces, teniendo en cuenta mi compleja agenda de trabajo durante el año 1997. Por ese entonces había transcurrido muy poco tiempo del nacimiento de su último hijo, un pequeño bebé que provocaba alegrías, exigía atención constante y emocionaba al de carácter más duro.
Una noche, luego de una suculenta cena de invierno, le comenté a Carlos que al mirar a su bebé me conmovía el hecho de reflexionar en las ventajas que tiene un niño recién nacido, en comparación con las exigencias de la vida adulta. Palabras más, palabras menos, expresé lo siguiente: – «¡Quién podría ser como un bebé, sin más problemas que pedir atención y recibir cuidados especiales!»
La respuesta no se hizo esperar. Con mucha sabiduría fundamentada en la experiencia, este profesor de física y pastor evangélico me contestó: – «Por supuesto que sí; ¡sería una ventaja enorme! Pero la ley de la vida es crecer, dejar de ser niño para llegar a ser adulto». Simple, pero contundente. Afirmación clara y concisa para un joven con muchos sueños por delante.
A partir de entonces comprendí que cada ser humano tiene la posibilidad de crecer, pero no todos crecemos de manera integral. Porque si la meta de nuestras vidas es crecer, debemos ir más allá del plato de comida (sea escaso o abundante) y aspirar hacia algo mucho mejor que nuestra realidad personal (sea buena o mala).
Entonces, ¿qué debemos hacer? ¿Cuál es nuestra responsabilidad?
Por un lado necesitamos desprendernos de los recuerdos negativos provocados por las experiencias tristes del pasado, pero más importante aún es que diariamente nos nutramos del entusiasmo, la sabiduría y la valentía que caracterizan a una vida madura.
San Pablo lo expresó mejor cuando escribió: «Alguna vez fui niño. Y mi modo de hablar, mi modo de entender las cosas, y mi manera de pensar eran los de un niño. Pero ahora soy una persona adulta, y todo eso lo he dejado atrás» (1 Corintios 13.11).
Por Christian Franco
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