Una de las ocasiones más esperadas en la niñez —y aún entre un buen número de adultos—, es la celebración de los carnavales. En Estados Unidos y en otros países ha entrado con mucha fuerza la celebración de Halloween o la «Fiesta de las brujas». Durante las festividades la gente —como describe la canción de Joan Manuel Serrat—, «por una noche olvidan que cada uno es cada cual y el noble y el villano, el prohombre y el gusano bailan y se dan la mano sin importarles la facha. Pero una vez ésta se termina; vuelve el pobre a su pobreza y vuelve el rico rico a su riqueza….»

(Photo by: Adobe Spark)
Celebraciones como estas, nos deben llevar a la reflexión. ¿Somos transparentes en nuestro modo de actuar? ¿O nos hemos acostumbrado a utilizar disfraces y máscaras para relacionarnos con el mundo que nos rodea? Y no me refiero a ser hipócritas, sino a la manera en que proyectamos nuestra propia imagen hacia los demás.
Los sicólogos afirman que los seres humanos solemos tener un triple concepto interior: lo que deseamos que otros piensen de nosotros, lo que pensamos acerca de nosotros mismos y lo que sabemos que realmente somos. Cuando estos tres aspectos no están en armonía, empleamos disfraces y máscaras para mostrar una imagen nuestra que no es real. Algo que perjudica las relaciones interpersonales y nos produce frustraciones internas.
La Biblia nos exhorta a ser transparentes en nuestro modo de actuar.
«Por eso, dispónganse para actuar con inteligencia; tengan dominio propio; pongan su esperanza completamente en la gracia que se les dará cuando se revele Jesucristo» (1 Pedro 1.13).
La fórmula está clara: Actuar como lo que realmente somos; hijos de un Dios que nos manda a amar y andar como Jesús anduvo. Cuando buscamos de corazón honrarle en todo lo que hacemos, entonces las máscaras… sobran.
Deja una respuesta