El Día de Acción de Gracias es una maravillosa ocasión que nosotros (deberíamos) disfrutar con nuestros seres queridos. Los que amamos y los que creemos que también nos aman. ¡Me encanta esta temporada! Me despierto la mañana de Acción de Gracias (y la de Navidad también) con una expectativa de cómo va a ser. De las personas que voy a ver y las conversaciones que se tendrán. Sueño con todos los pequeños dulces y momentos creados a lo largo del día que encenderán mi corazón en los próximos años.
El único problema es que la familia se compone de personas, heridas, frágiles, y gente imperfecta que a veces nos causan daño. Tuve un encuentro con una de esas personas. Una que amo más de lo que imaginaba. Daría mi brazo derecho para esta chica; a quien no le he hecho nada malo (que yo sepa). Sin embargo, ella estaba herida e inocentemente hice algo que no le gustaba y se irritó. Comenzó a hablar sin detenerse y con poca amabilidad hasta que sin enojo y firmemente puse un límite. Entonces sucedió; explotó sobre mí y comenzó a decir las palabras que sólo me ocurren en las pesadillas, entre ellas, dijo que “me odiaba” y, es aquí donde la situación se pone interesante.
Miro a mi marido, que está listo para llamar a una brigada de fuego para defenderme. Miro a mis pequeños que están asombrados y confusos. Entonces, miro a los ojos llenos de ira de esta persona. Por un momento, todo está tranquilo. Y todos ellos me miran esperando a ver cómo voy a responder. Pude haber respondido como lo hubiera hecho hace años. Hubiera dicho enfurecida algunos comentarios defensivos. O le hubiera dicho algo sobre mí para realmente hacer que se sintiera culpable por lo que había dicho. Luego me habría retirado en un mar de lágrimas pidiendo a Dios que me mostrara lo que estaba mal conmigo. Gritando a los cielos por qué esta persona me odiaba y preguntándome que había hecho para merecerlo.
Todas mis viejas heridas hubieran convertido el incidente en un aspecto desagradable y me hubiera alejado acobardada para lamer mis heridas durante meses, posiblemente hasta la próxima celebración de acción de gracias. Para ser honesta, esa es la forma en que pudo haber sido.
Pero esta vez era diferente. Muy diferente. En ese momento de calma, una paz incómoda descansaba sobre mí. Y, digo incómoda porque era algo nuevo en mí, aunque pronto me sentí muy bien. Miré en sus ojos y me quedé inmóvil. No en terquedad. No en arrogancia. No en alguna posición extraña de auto-justicia. Yo estaba inmóvil en el amor.
Eso era nuevo. Rápidamente se puso incómoda y salió de la habitación. Entonces vi las caras de mis pequeños. Sus rostros llenos de un millón de preguntas. Con calma les expliqué lo que Dios nos llama a odiar (es decir: el odio a lo que es malo y seguir lo bueno). Que debemos aborrecer el mal, no a las personas. Fue una gran oportunidad de enseñanza que pude añadir gracias al Espíritu Santo. Una vez que mis hijos vieron que estaba bien, se sintieron mejor y mi esposo se fue calmando.
Mis hijos vieron como mi comportamiento, y el hablar de la verdad de la Palabra de Dios se pudo superar la atmósfera que se había tratado de crear. Sin embargo, es aquí donde me quebranto por la genialidad de Dios. Ella se acercó después a mí para disculparse y le agradecí. Y de nuevo, “mi vieja criatura” se hubiera apoderado de esa oportunidad para castigarla completamente por su comportamiento. Pero he aprendido a dejar que el Espíritu Santo me moldee y no mis circunstancias. Y como me niego a darles a éstas el derecho a darme forma y moldearme, en ese momento me aferré a Él con todo lo que tenía.
Antes de saber lo que estaba diciendo, la Escritura salió de mí. Y, no condenando con la Palabra para hacerme sentir bien y a ella sentirse mal, sino con la Palabra de verdad que da vida. Palabras de sabiduría que viene de Dios que yo nunca hubiera tenido por mis propios recursos. El Espíritu Santo estaba disparando la verdad a través de mí como un arma. Fue impresionante pues ella se suavizó y escuchó.
Cuando se fue, mi esposo me preguntó cómo estaba y le respondí:
“No permito que la gente me defina más. Yo sé quién soy en Cristo, realmente lo sé. Y, pueden escupir en mí, me pueden llamar por otros nombres, pueden reírse de mí e incluso pueden decir que me odian, pero todo lo que va a salir de mí es el amor”.
Mi esposo me rodeó con sus brazos y simplemente se echó a reír, diciendo lo increíble que es Dios porque sólo Él podría estar detrás de un cambio tan drástico en su esposa. Entonces empecé a hacer algo más loco. Comencé a cantar canciones de alabanza mientras sonreía llena de alegría.
Cuando me senté a escribir esto, una ola de gratitud me inundó con lágrimas, porque ¡esto es la libertad! Soy libre de mí misma a pesar de mis propias inseguridades y de mis propios defectos. Cuando eres libre de eso, nadie puede hacerte temblar. Ni siquiera alguien que le gusta decir que te odia. Cuando un lugar profundo, herido de mi pasado, fue lastimado todo lo que salió de mí fue amor porque Jesús ha redimido ese lugar y nadie que no sea Él puede residir allí. ¡Aleluya!
Conforme procesé esto con Dios, él me mostró que esto es fruto de lo que sucede cuando todos caminamos con él. Cuando permitimos que la libertad del Evangelio penetre hasta la última gota de nuestra vida y cuando nos negamos a ocultarle nada a Dios, Él entrega todas sus promesas. Porque cuando lo que estás buscando es a Él por encima de todo lo demás, amar a los que te persiguen no es algo con lo cual tienes que luchar. Sinceramente, es muy fácil. De la misma forma, que sería más difícil para mí ahora estar llena de ira y rabia en lugar de amor. Simplemente eso no tiene más cabida en mí porque Jesús está dentro de mí. Todavía tengo mucho camino por recorrer en este viaje y quiero más de esto.
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