El cartero extendió el telegrama.
José Roberto le agradeció, y mientras lo abría, una profunda arruga surcó su frente.
Una expresión de sorpresa más de dolor. Palabras breves y precisas:
– Tu padre falleció. Entierro 18 horas. Mamá; José Roberto continuó parado, mirando al vacío.
Ninguna lágrima, ningún dolor. ¡Nada! Era como si hubiera muerto un extraño. ¿Por qué no sentía nada por la muerte del viejo?
Como un torbellino de pensamientos confusos, avisó a la esposa, tomó el tren y se fue, venciendo los silenciosos kilómetros de ruta mientras la cabeza giraba a mil. En su interior, no quería ir al funeral y, si estaba en camino era solo para que la madre no estuviera más triste.
Ella sabía que padre e hijo no se llevaban bien. La cuestión había llegado al final el día que, después de una lluvia de acusaciones, José Roberto había hecho las maletas y partido prometiendo nunca más poner los pies en aquella casa.

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Un empleo razonable, casamiento, llamadas a la madre para Navidad, Año Nuevo o Cumpleaños… Se había desligado de la familia, no pensaba en el padre y la última cosa en la vida que deseaba era ser parecido a él.
En el velorio: pocas personas. La madre pálida, helada, llorona, cuando vio al hijo, las lágrimas corrieron silenciosas. Hubo un abrazo de desesperado silencio. Después, vio el cuerpo sereno envuelto por una manta de rosas rojas, como las que al padre le gustaba cultivar.
José Roberto no vertió una sola lágrima, el corazón no podía. Era como estar delante de un desconocido un extraño…
Se quedó en casa con la madre hasta la noche, la besó y le prometió que volvería trayendo los nietos y la esposa para conocerla. Ahora, podría volver a casa, porque aquel que no lo amaba, no estaba más para darle consejos ácidos, ni para criticarlo.
En el momento de la despedida la madre le colocó algo pequeño y rectangular en la mano. Hace mucho tiempo podrías haberlo recibido – dijo. Pero, infelizmente solo después que él se fue lo encontré entre las cosas más importantes.
Fue un gesto mecánico, minutos después de comenzar el viaje, metió la mano en el bolsillo y sintió el regalo. Lo abrió curioso y se encontró con páginas amarillentas. En la primera, arriba, reconoció la caligrafía firme del
padre:
«Nació hoy José Roberto. ¡Casi cuatro kilos! Es mi primer hijo, ¡un muchachote! Estoy orgulloso de ser el padre de aquel que será mi continuación en la Tierra!»
A medida que hojeaba, devorando cada anotación, sentía un dolor en la boca del estómago, mezcla de dolor y perplejidad, pues las imágenes del pasado resurgieron firmes y atrevidas ¡como si terminaran de pasar!
«Hoy, mi hijo fue a la escuela. ¡Es un hombrecito! Cuando lo vi de uniforme, me emocioné y le deseé un futuro lleno de sabiduría. La vida de él será diferente de la mía, que no pude estudiar por haber sido obligado a ayudar a mi padre. Para mi hijo deseo lo mejor. ¡No permitiré que la vida lo castigue!»
Otra página
«Roberto me pidió una bicicleta, mi salario no da, pero él la merece porque es estudioso y dedicado. Pedí un préstamo que espero pagar con horas extras».
José Roberto se mordió los labios. Recordaba su intolerancia de las peleas para tener la soñada bicicleta. Si todos los amigos ricos tenían una, ¿por qué no podía tener la suya?
“Es duro para un padre castigar a un hijo y sé que él me podrá odiar por eso, pero debo educarlo para su propio bien».
«Fue así como aprendí a ser un hombre honrado y esa es la única forma que sé de educarlo».
José Roberto cerró los ojos y vio la escena cuando por causa de una borrachera, hubiera ido a la cárcel aquella noche, si el padre no hubiera aparecido para impedirle ir al baile con los amigos…
Recordaba el auto retorcido y manchado de sangre que había chocado contra un árbol…
Parecía oír sirenas, el llanto de toda la ciudad mientras cuatro cajones seguían lúgubremente para el cementerio. Las páginas se sucedían con cortas, y largas anotaciones, llenas de respuestas que revelaban, en silencio y tristeza, que el padre lo había amado.
El «viejo» escribía de madrugada.
Momento de soledad, en un grito de silencio, porque era de esa manera como era él, nadie le había enseñado a llorar y a dividir sus dolores, el mundo esperaba que fuera duro para que no lo juzgaran ni débil ni cobarde.
Y, ahora José Roberto estaba teniendo la prueba que, debajo de aquella fachada de fortaleza había un corazón tan tierno y lleno de amor.
La última página.
Aquella del día en que había partido:
«Dios, que hice mal para mi hijo me odie tanto? ¿Por qué soy considerado culpable,
si no hice nada, sino intentar transformarlo en un hombre de bien?»
«Mi Dios, no permitas que esta injusticia me atormente para siempre. Que un día el pueda comprenderme y perdonar por no haber sabido ser el padre que él merecía tener.»
Despues no había más anotaciones y las hojas en blanco daban la idea de que el padre había muerto en ese momento… José Roberto cerró de prisa el cuaderno, el pecho le dolía. El corazón parecía haber crecido tanto, que luchaba para escapar por la boca.
No vio el micro entrar en la terminal, se levantó desesperado y salió casi corriendo porque necesitaba aire puro para respirar. La aurora rompía el cielo y un día comenzaba.
«Honre a su padre para que los días de su vejez sean tranquilos!» – alguna vez había oído esa frase y jamás había reflexionado en la profundidad que ella contenía.
En su egocéntrica ceguera de adolescente, jamás se había detenido para pensar en verdades más profundas. Para él, los padres eran descartables y sin valor como los papeles que son tirados a la basura.
Aquellos días de poca reflexión todo era juventud, salud, belleza, música, color, alegría, despreocupaçión, vanidad.

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¿No era él un «semidios»? Ahora, el tiempo lo había envejecido, fatigado y también vuelto padre, aquel falso héroe. De repente. en el juego de la vida, él era el padre a sus actuales contestaciones. ¿Cómo no había pensado en eso antes?
Seguramente por no tener tiempo, pues estaba muy ocupado con los problemas, la lucha por la supervivencia, la sed de pasar fines de semana lejos de la ciudad, con ganas de profundizar en el silencio sin necesitar dialogar con sus hijos.
Jamás tuvo la idea de comprar un cuaderno de tapa roja para anotar una frase sobre sus herederos, jamás le había pasado por la cabeza escribir que sentía orgullo de aquellos que continúan su nombre. ¿Justamente él, que se consideraba el más completo padre de la Tierra?
La vergüenza casi lo tiró con una lección de humildad. Quiso gritar, procurando agarrar al viejo para sacudirlo y abrazarlo, pero encontró sólo el vacío. Había una raquítica rosa roja en el jardín de una casa, el sol terminaba de nacer.
Entonces, José Roberto acarició los pétalos y recordó la mano del padre podando, y cuidando con amor. ¿Por qué nunca percibió todo esto antes?
Una lágrima brotó como el rocío, e irguiendo los ojos para el cielo dorado,
de repente, sonrió y se desahogó en una confesión: «Si Dios me mandara a elegir, juro que no querría haber tenido otro padre que no fueras tú viejo! Gracias por tanto amor, y perdóname por haber sido tan ciego.»
Los hijos llegan a este mundo sin «manual de instrucciones» y los padres se esfuerzan es darles lo mejor que está a su alcance. Los más afortunados han tenido las herramientas para prepararse un poco mejor que otros, pero todos y cada uno de ellos actúan en base a los conocimientos que han recibido de su propia crianza o educación. Sin embargo, no existe una «fórmula mágica» para que funcione al pie de la letra para adquirir los mejores resultados. Por lo tanto toca a los hijos reconocer y valorizar sus esfuerzos y recordar que el primer mandamiento con promesa es honrarlos y, dicho mandamiento no está condicionado a hacerlos si son o no perfectos. ¡Que nos ayude Dios!
2 Honra a tu padre y a tu madre, que es el primer mandamiento con promesa; 3 para que te vaya bien, y tengas una larga vida sobre la tierra. Efesios 6.2-3
Habla, disfruta, abraza, besa, siente y ama a tus seres queridos, especialmente a tus padres, pues no sabes hasta cuando estarán a tu alcance.
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